Hay quien ha hecho del miedo a volar algo más que un tema de conversación: muchas de sus decisiones vitales se tamizan por esa circunstancia y un puñado de cuestiones elementales pasan por el impedimento a tomar un vuelo cualquiera. Adriano Celentano, por ejemplo, no se sube a un avión así le paguen millones y millones: todos los que le hemos querido contratar para un programa de televisión hemos sabido que el principal problema no estribaba en su caché, sino en que sólo viajaba en tren… o en Rolls. Iberia ha desarrollado unos cursos que, con gran éxito, eliminan ese pavor de aquellos que lo padecen, y siempre que me hablan de ello pienso en mi querido Aberasturi, Andrés, que por no someterse al suplicio de volar aún no ha podido conocer una de las ciudades de sus sueños, Buenos Aires, que tanto le pega. Antonio García Barbeito, poeta de dedos gordos capaz de enhebrar con ellos las agujas más finas de la palabra, lo suficientemente valiente como para enfrentarse él solo a una manada de búfalos y ponerlos en retirada, sufre lo indecible cada vez que sube en un avión y éste se tambalea mínimamente en esos inexplicables baches del aire. A muchos como Antonio los he visto palidecer hasta el desmayo ante el más mínimo contratiempo o estar a punto de fallecer con convulsiones producidas por el terror. Qué ratos más malos pasan esas criaturas. Y sólo hablamos de aviones de envergadura, evidentemente: si suben en una avioneta de un único motor o en un helicóptero, deben hacerlo sedados o encañonados. Durante esta romería del Rocío, la Guardia Civil nos permitió elaborar un reportaje a Óscar Gómez y a un servidor a bordo de uno de los helicópteros que prestaba servicio en la aldea almonteña aprovechando uno de sus vuelos de reconocimiento: no negaré que, poco antes de embarcar, me puse a calcular el riesgo estadístico de la hombrada y a intentar establecer las probabilidades de un castañazo. Al tener que remontarme al jardazo que se dieron Rajoy y Esperanza Aguirre como toda referencia de accidentes próximos de helicópteros y contraponerlo con todos los que despegan a diario sólo en España, entendí que sería tener muy mala potra que fuéramos a estrellarnos contra un muro precisamente nosotros. Y no nos estrellamos, claro. Ni siquiera nos dio jindama eso tan antinatural como elevarnos del suelo gracias a la categoría profesional de un cuerpo como el de los civiles, que siguen siendo, con los años que llevan, los que arreglan los problemas en España y los que inspiran la mayor y más inmediata confianza de los ciudadanos. Que se lo digan a los catalanes de las poblaciones asaltadas por bandas de delincuentes balcánicos –o no balcánicos–, que han creído ver una aparición cuando ha llegado la Guardia Civil y ha detenido en dos días a uno de los comandos criminales. Si los guardias civiles destinados ahora en Cataluña o los destinados en Rentería, un poner, cobrasen en función de su efectividad, su sueldo sería el doble del de los mossos o el de los ertzainas; increíblemente, sin explicación posible, para vergüenza de quien gobierna o de quien gobernó, cobran mucho menos. Menos que cualquier policía municipal, por ejemplo. ¿Y a usted quién le inspira mayor seguridad? Pues entonces sobran comentarios. A lo que íbamos: visto desde arriba, desde esa cáscara de huevo con aspas de molinillo, el panorama es tan apasionante que inmediatamente pensé en los que no se atreven a gozarlo por culpa de su miedo a volar. Cómo será que acabo de hacerme con un juego de ordenador que simula el vuelo de un helicóptero con el que ya me he estrellado unas veinte veces y con el que he intentado hacer alguna de las vaciladas que hacía el teniente coronel que nos llevaba a cubrir la entrada de las hermandades de Huelva y de Sevilla. No sé si seré un crack o no, pero de momento me lo estoy pasando en grande y hasta ya saludo a los helicópteros que veo volar con la complicidad de colega en tierra. Incluso me sorprendo a mí mismo con comentarios del tipo «toma un poquito más de altura para ese picaíto que vas a hacer, mi alma, que ahí te puedes quedar corto».
En fin, que viva la Guardia Civil.
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