Llevaba en los azulejos de sus esquinas el nombre de un victorioso general al que nadie mentaba, porque en el pueblo siguió siendo siempre la calle Luenga. Entre la cal, era un largo venablo hacia las primeras tapias del campo, desde la herrería, desde la casa del maestro armero que arreglaba todas las escopetas del pueblo, desde la tiendecilla con olor a bacalao y a las sardinas arenques que dibujaban su perfecto tondo de plata en el interior de la barrica de madera expuesta como la obra de arte que era en un extremo del oscuro mostrador del papel de estraza.
Allí, en la calle Luenga, estaba la casa cuartel de la Guardia Civil. Una casa más del pueblo. Las mismas tejas, los mismos canalones de lata para su vertido de las lluvias, las mismas texturas de las sucesivas capas de cal pintando cuadros del Grupo El Paso sobre las paredes. En un balcón, el mástil de la bandera de España. En la puerta, el «Todo por la Patria». Y de plantón en esa puerta, siempre, un guardia, sin armas, con el asolanado verde de su uniforme, caminero de rondas por todas las fincas del término municipal.
Si la Guardia Civil estaba fundida con el pueblo era porque vivía en una casa como todas las de la villa. Una como alfombra de empedrado recorría los pasos de sus salas desde la puerta al corral, donde estaban las cuadras. Desde la puerta, donde hacía plantón el guardia cuyo nombre sabíamos y cuyo hijo jugaba con nosotros a las bolas, se veía ese corral, tan de pueblo, tan campero, con su pozo, de donde más que unos caballos para una descubierta parecía que iba a salir una cobra de yeguas para la trilla en la era.
Aquella vieja casa cuartel donde vivían los guardias civiles con sus familias quedó luego abandonada, cuando hicieron un edificio nuevo en el ejido de la feria, quitándole un trozo al lugar donde por septiembre ponían el mercado de ganados. Como en un chiste, los civiles estaban ahora donde los gitanos antes. Y el chófer del coche de correos, cuando pasaba por la esquina camino de la estación, repetía a los viajeros la misma broma: «Esta es la nueva fábrica de galletas».
En el cuartel nuevo los guardias civiles tenían ya agua corriente, no como aquella procesión de palanganas y cubos desde el pozo a los cuartos en la vieja casa. Cuartel nuevo... Nuevo hace cuarenta años. ¿Cómo estará ahora esa casa cuartel? Las que fueron flamantes tuberías serán desagües atorados, y las que parecían salas amplísimas cuando venían de la anterior miseria serán ahora, como en tantas otras casas cuartel, chabolismo patriótico. En la calle Luenga, los guardias vivían con las mismas incomodidades que todo el pueblo, pozo y letrina en el corral. Pero ahora ya nadie vive en el pueblo como los guardias civiles en lo que en su día fue nueva casa cuartel, con esas estrecheces, ese hacinamiento de niños y padres en tan pocos metros cuadrados, sin intimidad. Entras a las casas del pueblo y da gusto verlas. Pasas, en cambio, por la puerta de la casa cuartel de la Guardia Civil y salta a la cara ese general mal estado de habitabilidad de tantos acuartelamientos, más que antiguos, envejecidos.
Cuando la ETA asesinó en Mallorca a dos jóvenes guardias civiles, por toda España se oyó el noble grito que tantos hacemos nuestro: «¡Viva la Guardia Civil!». Sí, vale, viva la Guardia Civil: ¿pero cómo? ¿Pero usted sabe cómo vive la Guardia Civil en más del 50 por ciento de sus inhabitables casas cuartel? Más que tanto dar vivas a la Guardia Civil por su defensa de las libertades y de la democracia, ¿no sería más conveniente crear en la sociedad la mentalidad de que el Instituto se merece mejores condiciones de vida en sus casas cuartel? Y si cuando gritan «¡Viva la Guardia Civil!» encima te acuerdas del sueldo con el que tiene que vivir, es que se te caen dos lagrimones...
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